Ante una nueva Semana Santa
“anómala”, a veces los humanos buscamos en nuestros recuerdos para sentirnos
mejor. Y es que la nostalgia nos hace más empáticos, más sociables e incluso
desprendidos. Idealizamos nuestro pasado y tendemos a quitar todo lo negativo quedándonos
con lo positivo, de ahí que revivir lo pasado nos haga sentirnos tan bien.
Si todo esto lo trasladamos a
las vivencias y recuerdos que uno guarda referentes a la cofradía, he de decir:
¡qué felicidad!
Desde pequeño la Semana Santa siempre me atrajo y por aquellos años era necesario tener familiares o conocidos para poder pertenecer a cualquier cofradía. Yo nunca tuve ni familiares, ni conocidos pero tenía claro que quería ser cofrade y tocar el tambor.
Una vez decidido a dar el paso, tuve la difícil papeleta de elegir
entre cuatro cofradías. Tres tenían banda pero
uno que es prudente y responsable entendía que empezar desde cero en una banda
de nueva creación era más sencillo que en otras. Nunca me he arrepentido de
ello y la elección fue sin duda la acertada.
Mi comienzo como cofrade lo
recuerdo lejano pero no puedo olvidar el cariño y el ambiente familiar que esta
cofradía desprendía. No llegábamos ni a sesenta pero éramos como la gran
familia de la película, Chencho incluido.
Nunca olvidaré las reuniones en las salas de La Redonda cuando el inolvidable Chuchi “El Bragas” se sentaba frente al piano y el resto cantábamos como si estuviéramos en la ópera pero desafinando a pleno pulmón. De repente, Ángel Castillo ponía seriedad, pedía silencio y, con voz baja y pausada repetía como cada Semana Santa, “yo lo dejo, llevo muchos años y ya está bien, va siendo hora…”, y entonces Pepito movía su cabeza de izquierda a derecha, mascullaba “que de eso nada de nada” y le quitaba la palabra hablando de las cuentas, los dineros, los gastos y un año más seguía de Hermano Mayor. Algunos no sabrán o recordarán que Pepito era el “Solchaga” de la Cofradía, (por aquellos años Ministro de Hacienda) y muchas fueron las bromas que le gastábamos al tan recordado tesorero don José Cestafe Segura.
Largas e intensas fueron las
tertulias que mantuve con Pepe, en su casa o en vermús toreros hablando de la
Semana Santa y sobre todo de su cofradía. Miles de anécdotas y entresijos que a
día de hoy aún rememoro. Nunca perdonó que una cofradía como él manifestaba, “hermana y vecina” le pidiera
ochocientas de las antiguas pesetas “por
seis varas usadas y que iban a ser tiradas a la basura”.
Siempre defendió, “una procesión sin tambores ni bandas, en riguroso
silencio y penitencia, como antes, quien quiera ruido que lo busque en otro
sitio o en San Mateo”. De él aprendí a ser cofrade de la Magdalena y
disfrutaba escuchándole hablar de los Viernes Santo de “antes” cuando la imagen
se bajaba a primera hora y seguidamente se buscaban flores por Logroño,
pidiéndolas a vecinos que tenían huertas o jardines. Todo empezaba y acababa el
viernes.
Tampoco puedo olvidar a Ángel
Castillo, el Hermano Mayor por antonomasia de la cofradía. Hablándome de María
Magdalena mientras me enseñaba una foto de la santa sacada de su cartera, “Ves”, me decía, “vaya donde vaya o esté donde esté, ella siempre va conmigo. Ella
nunca te fallará, hazme caso”. Sin duda, él me inculcó el respeto, devoción
y cariño a María Magdalena. Desde aquel día en mi cartera y maletín de trabajo
no falta una postal de ella.
Me veo en el camión de butano
de Fontecha yendo a la Plaza de Toros a recoger las andas para llevarlas a La
Redonda. Todos los niños y jóvenes después de la procesión del Santo Entierro,
subíamos de nuevo a él para ir al ambigú de la plaza y tomar allí el mejor de
los bocadillos de tortilla de patata que he comido. Un verdadero manjar tras un
largo día, a pesar del frío que pasábamos en los tendidos de la vieja plaza. Con
la desaparición del viejo coso, fuimos cambiando de lugares, unos mejores y más
cómodos como el actual pero como aquel ninguno.
También me acuerdo del revuelo que provocó el ser pioneros dentro de las cofradías de la ciudad permitiendo a mujeres cargar el “paso”, algo que ahora es de lo más lógico y normal. O el sobresalto de un sacerdote de la concatedral al ver como en el “cuartito”, convertido en el camarote de los hermanos Marx, degustábamos dos docenas de milhojas de la Mariposa de Oro, tras terminar de preparar el paso un Jueves Santo. Rápido le desapareció el enfado al probar tan delicioso pastel.
Y…,
hablando del “cuartito”, tampoco olvido, la gran impresión que me produjo ver
por primera vez las cadenas de antiguas penitentas que dejaron a la cofradía
como donación y que si las últimas obras de la concatedral no han hecho
olvidar, seguirán guardadas en uno de los rincones dentro de una pequeña caja
de madera medio carcomida.
Más curioso aún fue cuando se
confeccionó el nuevo hábito marrón. En La Redonda los días de Semana Santa,
sobre la mesa que se instala junto al “paso” para la venta de claveles, se
pusieron dos “geyperman”, (antiguos muñecos de juguete), vestidos con el traje
de la Cofradía, confeccionados y diseñados por la mujer de Paco. En octubre de
1992, en los salones parroquiales de La Redonda, Olloqui montó un verdadero
desfile de moda parisino, maniquíes incluidos, para elegir el actual hábito.
Más cercanos en el tiempo
están los “muñequitos cofrades” que artesanalmente hizo Pepe o su penúltimo
trabajo, (porque seguro que nos reserva alguna sorpresa allí donde esté), unas
Magdalenas en miniatura como regalo a cada cofrade.
Tampoco puedo omitir tres
situaciones que también me han marcado. La primera cuando al finalizar una
procesión del Santo Entierro, Paco Sarasa me pidió ayuda para dar a las
penitentas una docena de claveles. Desde esa procesión, todos los años ayudo a
repartir a estas fervientes mujeres sus claveles, agradeciéndoles su escolta y
devoción, sin ellas esta cofradía no tendría sentido.
La segunda, cuando en una asamblea
general, tras la baja de Javier Ortega, la cofradía cuenta conmigo para bajar
la imagen de María Magdalena de su habitual lugar de culto cada Miércoles Santo
por la tarde para realizar el traslado a sus andas y tras la finalización del
Santo Entierro, volver a dejarla en su lugar para su devoción durante el resto
del año. Las sensaciones, magia y sentimientos que uno experimenta son
indescriptibles.
Por último, un hecho que
ocurrió en la procesión del año 2019. Por fin, tras muchos años sin hacerlo,
María Magdalena subió hasta la misma puerta del hospital provincial. Su visita
a los enfermos como se hacía antaño, tradición que deberíamos mantener sin ninguna
duda y que cuando de nuevo volvamos a procesionar habrá que hacer. Este humilde
y sentido gesto ha hecho que muchos cofrades y ciudadanos, entre los cuales me
incluyo, pudiéramos vivir un instante tan imborrable y emotivo.
Pero de entre todos los
recuerdos que a uno se le agolpan en la cabeza, el que más me señaló fue cuando
un hermano cofrade me contaba lo mal que lo pasó la única vez que por diversos
motivos no pudo estar un Viernes Santo en la procesión junto a María Magdalena.
Desde entonces entiendo mejor el por qué sigo siendo cofrade y sobre todo de
esta cofradía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario